Agroecología: acabar con el hambre a la vez que se protegen los recursos naturales
¿Pueden las vulnerabilidades convertirse en oportunidades para la resiliencia y la seguridad alimentaria? Creemos que la respuesta es sí, gracias a la transformación de los sistemas alimentarios de las economías dependientes de la agricultura a través de la agroecología.
El hambre vuelve a aumentar en todo el mundo, tras décadas en declive. Se calcula que 690 millones de personas sufrieron inseguridad alimentaria en 2019, es decir, estuvieron preocupadas constantemente por el acceso a una cantidad adecuada de alimentos asequibles, seguros y nutritivos.
En 2022, dos años después de la pandemia de COVID-19, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estimó que esa cifra había alcanzado los 735 millones. Este alarmante aumento coincide con un fuerte descenso de la biodiversidad agrícola, que a su vez está haciendo que los sistemas alimentarios sean menos resilientes ante el cambio climático. Además, varios hallazgos recientes muestran que el umbral de 1,5° C acordado por la comunidad internacional y establecido en los acuerdos climáticos de París de 2015 podría superarse mucho antes de lo previsto.
La agricultura no es sólo una víctima del cambio climático, sino que también contribuye en gran medida al problema: las cadenas de valor de los productos básicos suelen depender en gran medida de los combustibles fósiles, ya sea para la fabricación de fertilizantes y pesticidas o para la cadena de frío necesaria para conservar los alimentos a lo largo de miles de kilómetros en las redes de distribución.
En conjunto, el mundo se enfrenta a un precipicio en lo que respecta a la seguridad alimentaria y pide a gritos una transformación de los sistemas alimentarios que proteja el acceso a una dieta suficiente, nutritiva y apropiada desde el punto de vista cultural, al tiempo que proteja los recursos naturales y reduzca las emisiones de gases de efecto invernadero. ¿Podría ser la crisis una oportunidad para buscar soluciones creativas o innovadoras?
La crisis se viene gestando desde hace mucho tiempo. La expansión de la producción industrial de alimentos gracias a la revolución verde ha tenido un gran impacto ecológico debido al uso y la contaminación del agua, la pérdida de la biodiversidad y la gran dependencia de insumos procedentes de los combustibles fósiles, incluyendo los fertilizantes sintéticos.
La invasión de Ucrania, que cortó el acceso al grano ruso y ucraniano, provocó otra subida de precios. En respuesta, los grupos de la sociedad civil y los pequeños productores de alimentos pidieron una respuesta política multilateral urgente y coordinada que se centrara en la transformación de los sistemas alimentarios para que las personas pudieran obtener alimentos en los sistemas alimentarios regionales.
Asimismo, el Secretario General de la ONU, António Guterres, creó el Grupo de Respuesta a la Crisis Mundial Alimentaria, Energética y Financiera (GCRG) de la ONU para responder a estas crisis interconectadas y sin precedentes.
Los más afectados por la crisis múltiple producida por el clima, los conflictos y la COVID-19 probablemente vivan en un país menos adelantado (PMA), que están muy endeudados y sus poblaciones suelen depender del sector agrícola para obtener sus ingresos.
En la actualidad, los 46 PMA albergan a más de la mitad de las personas que viven en la pobreza extrema (los que viven con menos de 1,90 dólares de los Estados Unidos al día). Uno de los tres criterios utilizados para determinar la condición de PMA es el Índice de Capital Humano, que refleja los indicadores de nutrición, los niveles de salud y escolarización, la renta per cápita y la vulnerabilidad económica y ecológica.
La compleja serie de indicadores que definen a los PMA correlacionan la dependencia de la agricultura (es decir, una elevada proporción de la agricultura, la silvicultura y la pesca en el PIB) con la vulnerabilidad.
Pero esa vulnerabilidad no puede darse por hecha. Desde la perspectiva de la resiliencia, el acceso a la tierra cultivable, el ganado y la pesca, y el conocimiento de la mejor forma de cultivarlos y gestionarlos, puede ser una fortaleza y no una debilidad.
Sin embargo, los términos en los que los PMA se integran en los mercados mundiales son profundamente desiguales. Reflejan pautas de explotación colonial que en ocasiones se remontan a siglos atrás, así como sistemas de explotación nuevos y actualizados, entre los que se incluyen normas profundamente injustas que rigen el servicio de la deuda pública y privada y el comercio internacional.
Los términos de muchos acuerdos comerciales obligan a los países a aplicar normas vinculantes sobre el acopio y el intercambio de semillas, o a limitar los programas para mejorar la biodiversidad, bajo la amenaza de sanciones comerciales si no se cumplen.
El comercio debería ser una herramienta para mejorar el desarrollo sostenible y complementar las medidas para aumentar la resiliencia local, en lugar de un instrumento para obligar a los países a encajar en los mercados mundiales donde el poder comercial está ya muy concentrado.
Si se centra la transformación de los sistemas alimentarios en torno a los pequeños productores y pescadores, especialmente las mujeres, se llegará directamente al corazón de los sistemas alimentarios, que ya producen una parte importante de los alimentos de las personas más pobres del mundo.
Los productores a pequeña escala son uno de los cuatro elementos centrales del segundo Objetivo de Desarrollo Sostenible de la ONU. La mayor parte de la población mundial vive en sistemas alimentarios que siguen dependiendo de la producción local y de alimentos no cultivados que nunca cruzan una frontera (ni siquiera entran necesariamente en un mercado formal).
Tras la crisis alimentaria relacionada con la pandemia, los productores a pequeña escala fueron capaces de responder de forma creativa a la crisis alimentaria de sus comunidades. Muchas de las operaciones de las cadenas de valor más largas con una demanda más especializada acabaron teniendo que destruir sus productos perecederos, ya que fueron incapaces de pivotar cuando sus canales de comercialización habituales se cerraron.
Las lecciones para la transformación que buscamos residen en las experiencias de los países durante los confinamientos relacionados con la COVID-19. Para sobrevivir, los países y las comunidades recurrieron a una serie de estrategias, que iban desde el suministro de alimentos subvencionado con recursos públicos hasta el retorno a sistemas alimentarios más localizados. Las semillas de la transformación que necesitamos para los sistemas alimentarios podrían vislumbrarse en algunos de los pivotes que hicieron los agricultores y los distribuidores.
En muchas regiones, los actores de los sistemas alimentarios locales respondieron a los cambios en las condiciones de producción y comercialización y pusieron en marcha la agroecología, exploraron las oportunidades para desarrollar sistemas alimentarios integrados en el territorio, equitativos y resilientes, y reforzaron la capacidad de recuperación de las comunidades agrícolas.
La agroecología reconoce la interdependencia de los sistemas vivos y honra los principios de equilibrio, diversidad, armonía y respeto. Las convincentes historias sobre agroecología y soberanía alimentaria y sobre las iniciativas que protegen la seguridad alimentaria de las comunidades (y los países) a la vez que fomentan la resiliencia y la capacidad de adaptación, son historias de esperanza y posibilidad. Además, dan la vuelta a la narrativa de los PMA, ya que se centran en el potencial que albergan estos países, en lugar de en su vulnerabilidad.
Para que estos países prosperen, sus gobiernos necesitan el espacio político necesario para invertir en los sistemas agrícolas nacionales y reducir su dependencia del uso de sus recursos para la exportación y de la utilización de las divisas resultantes para comprar alimentos importados que cubran las necesidades básicas. En su lugar, podrían invertir en sistemas alimentarios que protejan la fertilidad de sus tierras, la biodiversidad y su futuro potencial de producción de alimentos, al tiempo que apoyan los medios de vida y protegen el acceso a los alimentos.
Estos países podrían entonces participar en el comercio internacional como iguales, y no estar paralizados por la deuda externa y obligados a sobreexplotar sus recursos naturales para comprar cereales que cubran las necesidades básicas y calóricas. Sus economías, sus ecologías y sus gentes saldrán ganando con la transformación.