«No descarten el multilateralismo: inviertan en mejorarlo»
Ginebra, 8 de diciembre de 2017
Gracias, Paul, por organizar este debate tan oportuno.
Estoy a punto de subirme a un avión con destino a Buenos Aires para asistir a la Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC). En ella se va a hablar del multilateralismo en el comercio, que atraviesa momentos muy adversos.
Como acaba de señalar Jeremy [Corbyn], la cooperación internacional no pasa por su mejor momento. En los grandes problemas de acción colectiva de nuestra era —frenar el cambio climático, gestionar las migraciones, adaptarse a los movimientos tectónicos en la geopolítica y la tecnología—, la calidad de nuestra cooperación no es equiparable a la gravedad del desafío.
Pero hoy voy a defender lo siguiente:
- que, en realidad, el orden económico internacional ha sido muy fructífero;
- que las instituciones a las que se suele calificar de «neoliberales» brindan a sus miembros un amplio margen para que alcancen sus objetivos sociales nacionales;
- y que el camino más prometedor hacia un multilateralismo basado en derechos no pasa por echar por la borda el orden mundial que tenemos, sino por mejorarlo;
Para que no quede ninguna duda, hay que mejorar muchas cosas, y mantener el statu quo no puede ayudarnos a cumplir nuestros objetivos.
Pero volveré sobre este asunto más tarde.
El orden mundial existente ha sido un considerable éxito.
En primer lugar, analicemos el orden mundial actual. Según las mediciones más objetivas del bienestar humano, nunca hemos estado tan bien.
El año pasado fue el primero desde que existen registros en que hubo menos de una persona de cada diez viviendo en condiciones de extrema pobreza. Todavía estamos lejos de librarnos de la miseria, pero hoy en día, los seres humanos estamos más sanos, tenemos mayor nivel educativo y menos probabilidades de morir en el parto o en la infancia que en cualquier generación anterior. También estamos más cerca de liberarnos del miedo: tenemos menos probabilidades que casi cualquiera de nuestros antepasados de morir de forma violenta.
En poco más de una generación, el mundo se ha transformado. En 1981 sin ir más lejos, más del 40 % de la población mundial vivía en condiciones de pobreza extrema. Hoy, los Objetivos de Desarrollo Sostenible persiguen de forma realista haberla erradicado para el año 2030.
El principal impulsor de este descenso de las privaciones ha sido el crecimiento económico rápido y sostenido, especialmente en países en desarrollo muy poblados como China, la India, Indonesia y el Brasil.
La adopción por parte de los países de políticas nacionales orientadas al mercado contribuyó mucho a estimular este crecimiento. Pero este rápido crecimiento fue posible gracias a un factor esencial: una economía mundial cada vez más abierta al comercio y la inversión.
El comercio permite a los países «importar lo que el mundo sabe y exportar lo que quiere». Los mercados mundiales abiertos permiten a los países con mercados locales pequeños usar la demanda externa para hacer pasar a las personas y los recursos de las actividades de subsistencia a bienes y servicios comercializables más productivos. Siguiendo el ejemplo de Alemania Occidental y el Japón durante la posguerra, muchos países, desde Corea hasta Viet Nam, desde China hasta Marruecos, se subieron al carro de la economía mundial. Los índices de crecimiento aumentaron considerablemente. Los índices de pobreza cayeron en picado.
Las normas internacionales y las instituciones desempeñaron un importante papel a este respecto. Los gobiernos afianzaron los compromisos sobre la apertura del mercado en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, precursor de la Organización Mundial del Comercio. Estas obligaciones y normas en pro de la apertura ayudaron a los gobiernos a resistir las presiones domésticas para aumentar las barreras habida cuenta de las nuevas fuentes de competencia. El cierre brusco de los mercados habría cortado de raíz los incipientes milagros de crecimiento.
Nada de orden neoliberal, pero sí numerosas políticas neoliberales
Si les parece, ahora hablaré del «neoliberalismo» y de cómo encaja en esta historia.
Sé que van a pensar que soy un poco provocadora, pero, en mi opinión, no existe ningún orden neoliberal, pero sí políticas neoliberales: ¡muchísimas!
Pongamos como ejemplo a la OMC, a la que muchos tildan de neoliberal. La verdad es que para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible necesitamos instituciones económicas cooperativas y multilaterales. Nuestras economías están estrechamente vinculadas entre sí y nuestros impactos medioambientales no entienden de fronteras. Para potenciar al máximo los beneficios y reducir al mínimo las fricciones transfronterizas, tenemos que cooperar.
Si nos centramos excesivamente en el neoliberalismo corremos el riesgo de tirar las frutas frescas junto con las podridas. El neoliberalismo es un término mal definido que a menudo se utiliza más para insultar que para explicar nada. En términos generales, probablemente podamos estar de acuerdo en que favorece los incentivos de mercado y la iniciativa empresarial privada. Se trata de un término que adquirió popularidad cuando se empezó a asociar con la globalización económica en la década de 1990.
Hasta aquí todo bien. Pero si intentamos llevar un registro de los logros de la era neoliberal, las cosas se complican rápidamente.
Por ejemplo, el neoliberalismo se suele asociar a un aumento de la desigualdad. Sin embargo, a escala mundial, las tres últimas décadas de crecimiento y reducción de la pobreza han beneficiado a muchos, no solo a unos pocos.
En el auge del neoliberalismo de después de 1989 se ha experimentado un descenso de la desigualdad mundial por primera vez desde los albores de la Revolución Industrial. Si tomamos a la población mundial en su conjunto, a comienzos del siglo XIX se abrió una inmensa brecha en términos de desigualdad salarial como resultado de la enorme divergencia entre los niveles de vida de los occidentales y los del resto del mundo. Esta brecha no empezó a reducirse hasta la década de 1980. Y como hemos visto, eso tuvo mucho que ver con los movimientos en favor de los incentivos de mercado, tanto locales como internacionales, en lugares como China y la India.
Por supuesto, también existe otra cara en esta moneda. La desigualdad interna se ha incrementado en muchos países.
En las economías avanzadas en concreto, los votantes de la clase trabajadora y con menor nivel educativo se han llevado la peor parte de los cambios comerciales y tecnológicos de toda una generación. Más que «bolsas» de pobreza, los sectores y regiones más afectados de algunos países son auténticos bolsones.
Entretanto, en las economías emergentes, la creciente desigualdad está alimentando el resentimiento social, sembrando potencialmente las semillas de un futuro contragolpe. Y no olvidemos a los países rezagados del denominado grupo de «los mil millones más pobres», que siguen al margen de la economía mundial.
No culpemos a la globalización de lo que los gobiernos no hicieron en sus países
Se ha convertido en habitual considerar la creciente desigualdad y la exclusión como una consecuencia inevitable de la globalización, pero esta es una excusa poco afortunada porque no tiene nada de inevitable.
Fijémonos en la desigualdad de los ingresos en el seno de las economías avanzadas, un factor clave de las actuales tensiones políticas en torno a la globalización. En todos esos países, las fuerzas de la tecnología y la apertura comercial han sido prácticamente idénticas. Pero los resultados han sido muy distintos. En los Estados Unidos, el Reino Unido, Irlanda y Australia, el porcentaje del total de los ingresos que ha ido a parar al 1 % más rico se ha incrementado drásticamente desde 1980. En Dinamarca, los Países Bajos, Francia y Alemania, sin embargo, el porcentaje destinado al 1 % apenas se ha incrementado.
El auténtico problema podría estar en la lengua inglesa, pero la explicación más plausible es que el segundo grupo de países ha utilizado activamente las políticas fiscales, de transferencia, laborales y educativas nacionales para garantizar un reparto más amplio de los beneficios del crecimiento. Estas políticas no se vieron limitadas, en modo alguno, por su pertenencia a la OMC. De hecho, otra institución que suele considerarse neoliberal, el Fondo Monetario Internacional, ha instado recientemente a los gobiernos a que hagan que sus sistemas fiscales sean más progresivos. Pidió que se elevaran los tipos marginales máximos de los ingresos y que se fiscalizaran más eficazmente los capitales. Son buenos consejos, vengan de donde vengan.
En resumidas cuentas: los países poseían las herramientas necesarias para abordar las crecientes desigualdades nacionales en términos de ingresos y oportunidades. Casi ninguno las utilizó, y en su lugar culparon al «sistema», al «orden». No deberíamos sorprendernos de que los votantes estén enfadados.
¿La solución es cerrar los mercados? No. La economía mundial abierta ha ayudado a alcanzar una prosperidad sin precedentes. Abandonarla supondría reducir el potencial de crecimiento y desarrollo en todos los lugares, en especial para «los mil millones más pobres».
Si no ponemos fin a la marginalización dentro de los países y entre los países, no alcanzaremos los derechos económicos, sociales y culturales recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Y tampoco podemos aspirar a cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Para ello es necesario actuar internamente y cooperar mejor a escala internacional. Y esa es la razón por la que la organización que yo lidero, el Centro de Comercio Internacional, trabaja para conectar a las pequeñas y medianas empresas de países y comunidades marginados con los mercados internacionales.
Mejorar el orden mundial que tenemos
El orden que surgió tras la guerra ha conseguido muchos de sus objetivos, pero hoy nos enfrentamos a un nuevo conjunto de retos característicos:
- Un cambio en el equilibrio de poder político y económico.
- Un cambio climático que ha adquirido un rumbo que supone una amenaza existencial para la vida.
- Una economía en enorme transformación, con máquinas inteligentes cada vez más capaces de reemplazar a los trabajadores humanos en un abanico, cada vez mayor, de actividades.
Para abordar todos estos retos con eficacia tenemos que reforzar el orden mundial existente y construir a partir de él. Debemos actuar simultáneamente, tanto a escala nacional como internacional.
En una economía mundial multipolar necesitamos la cooperación internacional para gestionar las inevitables fricciones que vayan surgiendo. Esta cooperación no tiene nada que ver con la ingenuidad, sino con la eficiencia. La participación constructiva en las instituciones internacionales debe, a su vez, descansar sobre el consenso político nacional. Es algo recíproco: la participación eficaz en el exterior puede aumentar la capacidad de los gobiernos para actuar en sus países al servicio del bienestar de los ciudadanos.
Pongamos un ejemplo: la actuación global para acabar con los paraísos fiscales ayudaría a los gobiernos de cada país a financiar los programas educativos y de protección social que necesita la automatización a gran escala.
También en relación con el cambio climático, el Acuerdo de París supuso un gran impulso para las iniciativas nacionales encaminadas a reducir las emisiones. Mientras los países trabajan para recortar aún más las emisiones, la actuación de la OMC podría ser un apoyo muy útil. Los gobiernos podrían reducir los obstáculos al comercio que afectan a los bienes y servicios medioambientales, recortar las subvenciones a los combustibles fósiles y acordar unos parámetros comunes para respaldar el desarrollo de nuevas tecnologías en materia de energías renovables. Los miembros de la OMC podrían aprovechar la Undécima Conferencia Ministerial (MC11) para recortar las subvenciones que fomentan la sobrepesca.
El refuerzo positivo entre los niveles nacional e internacional puede materializarse de formas muy diversas. La semana que viene, en Buenos Aires, más de un centenar de miembros de la OMC van a firmar una declaración sobre las mujeres y el comercio en virtud de la cual se comprometen a aprender los unos de los otros sobre cómo empoderar a las mujeres en el seno de la economía mundial.
Pero también puede haber círculos viciosos. Si un gran número de personas siente que sus intereses se ignoran sistemáticamente, los líderes oportunistas podrían aprovecharse de ello para dirigir su frustración hacia afuera, contra el comercio y la inmigración. Si la economía internacional funciona mal también será más difícil lograr un crecimiento nacional de base amplia.
Los ilusionistas políticos intentan seducir con la idea de «control», de un país plenamente soberano no corrompido por compromisos políticos adquiridos con terceros. Lo que no dicen es que en ese país todo el mundo sería más pobre.
En la actualidad, los países tienen que buscar a menudo el equilibrio entre el espacio de la política nacional frente a mayores oportunidades económicas. Imagínense que ustedes y yo acordamos armonizar nuestras normativas en materia de productos y reconocemos las decisiones adoptadas por las autoridades legisladoras del otro. ¿Sigo teniendo plena autonomía legislativa? Pues no, no la tengo, pero mis empresas pueden gozar de un acceso mucho mejor a sus mercados. Estas compensaciones deben hacerse con honestidad, bajo un escrutinio público absoluto. Es posible que algunas veces no valgan la pena. Pero nadie debe hacer ver que podemos aprovecharnos de las oportunidades sin tener que sufrir las limitaciones.
Tanto los votantes como los cargos electos tendrán que adoptar ideas complejas. La idea de que el «control» puede referirse a alianzas que permitan que un país juegue un papel superior al que le corresponde en el panorama internacional. La convicción de que las identidades nacionales se pueden ampliar y redefinir con el fin de que las personas se vean como conciudadanas, al margen de la identidad religiosa o el origen étnico.
¿Es este un reto monumental? Lo es. ¿Es poco realista? No si nos tomamos en serio los derechos o el multilateralismo.